Hace un tiempo que fuimos David y yo a ver un concierto de Lhasa en Madrid, en el Club de Jazz Juan Evangelista. Ella nos contó una historia de un colibrí de una manera tan bonita y tan propia que sólo me quedé con el matiz de la belleza de su historia y sin la receta de sus palabras.
Me resonaba la historia porque una vez vi un colibrí metido en el rincón de un techo de una cabaña en el campo. Sólo me fijé en ello porque oía el zumbido débil de sus alas y veía que no conseguía deshacerse. Los colibrís por su instinto natural vuelan para arriba cuando se quedan atrapados en construcciones humanas. Si no se escapan, se mueren de agotamiento. Con miedo de que le hiciera daño o de que se asustara, y con pena de verle impotente, le encerré en las manos muy suavemente y le saqué del apuro.
Ella tenía una garganta de color rubí iridiscente. La cabeza y el cuerpo eran de color esmeralda intenso. Qué cosa más mágica que tenía en las manos…tan pequeña y tan frágil! Ella seguía golpeando las alas dando a la piel de mis manos como si fuera una acaricia y cosquilla a la vez. Desde la escalera le solté y voló para arriba.
David te conté esta historia…te acuerdas?
Me he acordado de ese momento pensando en los próximos días cuando emprenda viaje y me reúno con David. Siento tantas cosas. Siento miedo. Siento alegría. Siento libertad. Siento inquietud. Ese revoloteo que hacen los colibrís debe ser lo que pasa en el corazón cuando siente. Está esperando, como los colibrís, que le suelte.
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